Por estos días ha estado muy en boga
el tema del Aborto. Un tema polémico sin dudas, que al igual que la Eutanasia,
generan siempre reacción encontradas. La aprobación o legalización del Aborto
en Argentina, es la mecha que hace estallar la polémica.
Hay una canción de
Mercedes Sosa, que grita en una de sus estrofas, que; “Solo le pido a Dios que
el dolor no me sea indiferente/ que la reseca muerte no me encuentre/ vacía y
sola sin haber hecho lo suficiente/ Solo le pide a Dios/ que lo injusto no me
sea indiferente/ Que no me abofeteen la otra mejilla”. Es un clamor por la vida
y por la cualidad más hermosa de los seres humanos; la solidaridad y el amor
por el otro.
Y es que la vida, en
ese viaje hermoso de iniciación, es como un rayo de luz que poco a poco empieza
a alumbrar el porvenir. La vida; su alumbramiento, es una acción mágica y
frágil. Es como el capullo, que a paso de lentitud, casi no visible, se empieza
a abrir. Y es que la vida tiene sus matices. Desde una flor que se abre, hasta
un insecto que busca la protección de su madre, hasta la vida humana. Todo es
un accidente, una explosión, una especie de suerte que nos da el derecho de
vivir.
Desde el
humanismo-ecuménico tratamos de despojarnos de todo dogma, religioso o
político, que atrape las consideraciones en simples argumentaciones ubicadas en
la divinidad o en la militancia partidista. La vida va más allá. Aunque a estas
alturas no podemos echar a un lado lo ancestral, y con ello, el mito, la magia,
lo divino.
La vida es un
milagro; como lo es el insecto, como lo son las aves y los peces. El capullo
que se abre es un milagro; como lo son también los misterios cósmicos que nos
anuncian los pasos del mundo.
Como decía el gran
Arnau de Tera, hurgando en el mundo espiritual, “Los pájaros celebran la vida
cantando y volando a diario”. Nosotros
nos negamos a celebrar la muerte como una conquista, como un derecho adquirido.
Ella es parte del ciclo vital. Morir para cumplirle a la naturaleza. Aunque en
algunos seres; como a los seres que amamos por ejemplo, la muerte es una eterna
vitalidad.
Cuando hemos tenido
que ser testigos de la vida, y nuestra vida se ha multiplicado en nuestros
hijos, y desde un principio hemos visto abrirse ese capullo, que luego es
esperanza y martirio. Fe y temor. Dolor o alegría y mañana y más mañana.
Infinitos mañanas. Solo nos queda contemplar el misterio sagrado de la vida y
agradecer por los dolores, por el llanto, por la alegría, por la lluvia, por la
noche y el día. Por los campos frutales y los jardines de flores, por los ríos y
los mares y por los grandes desiertos de
áreas.
Y alzar el rostro
para que lo moje la noche y contemplar el cosmos y su gigantes y poder sentir
lo ínfimos que somos. Porque si alguna lección importante nos ha dado la vida,
es que nuestra existencia, desde el punto de vista biológico y místico, y como
parte de un ecosistema-mundo, tienen el mismo valor que una abeja, que un insecto,
que un ave o un reptil. Valemos igual para la naturaleza. Tenemos el mismo peso
desolador y corremos el mismo riesgo de extinción.
La vida es un
suspiro, un rayo de luz, un viaje fugaz de un accidente que nos puso en este
instante, en este lugar y en este momento. Por ello, revolucionariamente
apostamos por la vida.
Y es que cada vida,
cada ser que respira, es una posibilidad.
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