Las religiones han servido mucho para
engañar a la bondad y para engañar el lado bueno de los hombres. Así también
quienes juegan por un rato a ser un tilín mejores, delegan en una limosna y en
un trozo de lastima, el derecho de los hombres a comer y a ser tratados como
iguales, tratados con dignidad.
Con el perdón de los verdaderos
apóstoles, una sotana disfraza la perversidad y pretende erigir en santo a
quienes hacen arder en la carne sus bajezas.
El diezmo es el pasaje a la vida
eterna. Basta darlo para sentir que te has liberado de la deuda de la maldad.
Ya tu alma está limpia, ya has domado a tu verdugo.
Pasa igual cuando tu auto se detiene
en el semáforo y te abordan los “niños de la calle” a rogar por las migajas que
les puedes dar. Como que el problema atañe a todos menos a ti. Darles algo te
brinda la oportunidad de la compasión y de engañar por un instante tu aporte a
la bondad.
La gente que hurga en la basura o que
busca guarecerse del inclemente frio, es, como almas que andan en pena, para
quienes los templos son lugares sagrados, inspirados en ellos, pero donde Dios
prefiere acoger su solemnidad y sus rituales.
Creemos más en la gente pobre que no
sabe con certeza su mañana, pero que aun así sonríe y le brinda a su prójimo un
pedazo de su pan, que aun compartiéndolo no mitigara su hambre.
En el soldado que se hace hombre por
un ideal y que porta su fusil para defender una causa.
En el dirigente obrero que cree en el
proletariado. En el campesino que ama la tierra que da sus frutos.
En el músico que canta su verdad y su
dolor. En el vendedor que cree que la usura es un pecado. En la madre que besa
a su pequeño hijo con tanto amor y esperanzas, que en un simple beso ve partir su
sacrificio y consagración.
Creemos en el lenguaje que hablan en
los barrios pobres, en su gestualidad y en sus sonidos. Creemos en el ayuno
militante, en ese que enfrente el espíritu con la carne, pero que sacrifica el
placer por la fe.
Le tememos a la gula y a la ambición.
A la envidia y a todos esos sentimientos bajos y miserables que por momentos
nos apartan de lo humano, de lo racional.
El ciclo dinámico de la vida y el
constante movimiento de las fuerzas cósmicas y poderosas; sagradas, misteriosas,
ancestrales, mágicas, no distinguen entre posición social o económica, entre
gente de color o entre gente que hace éticamente lo correcto o no. Las únicas
diferencias son el destino y las consecuencias de sus actos. Pues, ya sabemos
que hay hombres que trascienden los umbrales de la eternidad y siguen más vivos
que nunca. En su mayoría, hombres que desafiaron el statu quo y miraron la vida
por encima de los tiempos. Para ellos la muerte no existe.
Los hay también, los que a cada paso
que dan asesinan un poco a la humanidad. Hombres que deambulan por el mundo
transportando miserias y burlándose de la solidaridad, de la misericordia, de
la bondad, del amor, de los sueños, de las esperanzas. Mutilando al hombre de
uno de sus dones más sagrados; su amor por el prójimo y el afán de cultivar la
esperanza por el camino que queda por andar.
No basta jugar a ser buenos, no basta
rezar, como decía el padre cantor. El esfuerzo debe ser mayor. Los buenos somos
más.
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